07 enero 2017

Un año de cine (2016). Primera parte

Estas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las revisiones) que vi durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui viendo. De nuevo fueron casi 100, de manera que separo la lista en dos partes para hacer más digerible su lectura.
  • Extinction (2015)Miguel Ángel Vivas. Pasó desapercibida y no lo merecía. Serie B, género post-apocalíptico con amenaza latente. Unos pocos personajes unidos por el dolor y por el pasado sobreviviendo en un paisaje desolador donde el frío y la nieve sirven como refugio y como tortura vital. Un final melancólico y bien construido remata una pelíucla muy digna, muy recomendable para los aficionados al género. Buen recuerdo.
  • Las sufragistas (2015)Sarah Gavaron (cine). Dura, contenida y necesaria revisión de una época histórica clave en la liberación de la mujer. La pobreza y la miseria la sufrían casi todos pero la humillación y el desdén de los iguales solo eran sobrellevados por ellas. Película que duele, hiere y molesta. Hay que verla.
  • En el corazón del mar (2015)Ron Howard. Hay un cine académico americano que intenta seguir aferrado a las viejas reglas de la vieja industria pero apesta a rancio. Es un cine modélico en lo técnico al que los nuevos tiempos han despedazado, mostrando sus miserias y obviando sus pocas virtudes. Aventura de las de antes, basada en los hechos reales que inspiraran el Moby Dick de Melville, a la que le falta frescura y le sobre artificio e impostura. Con la ya habitualmente tediosa dirección de un Ron Howard en plena decadencia.
  • The host (2006)Bong Joon-Ho. Nunca me ha gustado el cine de terror o de "sustos". Me parece un género que tiende al manierismo y generalmente es insustancial. Pero reconozco haber visto buenas películas de este tipo los últimos años. Y hay en cierto cine asiático una forma de afrontarlo que mezcla estética y vulgaridad que me atrae. No es esta película una de sus mejores muestras (no deja de ser otra película más de bicho asesino, tipo Alien) pero es capaz de entretener, profundizar en las relaciones familiares y aportar una visión ácida de las sociedades modernas.
  • Les combattants (2014) Thomas Cailley. Extraña y sugestiva historia adolescente que esconde debajo de su capa más superficial una interesante reflexión sobre la imposibilidad de sobrevivir a los avatares de la vida sin los otros, sin ese otro que tienes al lado y que no valoras o incluso desprecias mientras nada ni nadie parece hacerte falta, inmerso en esa ficción de autonomía en la que el capitalismo nos ha hecho creer. Muy interesante.
  • El desconocido (2015)Dani de la Torre. Qué pena. Qué rabia. Ópera prima de otro director joven criado en las tetas del cine de género norteamericano. Domina la perfección la puesta en escena y los tiempos de una trama inteligente que juega con las emociones de un espectador que empatiza con un personaje central, el banquero, mientras entiende perfectamente las razones de su agresor, el jodido por la crisis (que amenaza su vida y la de sus hijos). Funciona porque hay fuerza en su narración audiovisual pero es su final, maniqueo, miserable y cobarde, el que la hunde y la hace despreciable. Lo social como excusa para el espectáculo light y la redención lacrimógena. ¡Anda ya!
  • The big short (2015)Adam McKay. Apasionante, rica, desmesurada, a ratos bestial y a ratos excesivamente didáctica. Retrato completo del indecente, absurdo, egoísta y rastrero mundo de las grandes y las pequeñas finanzas cuyo colapso provocó la gran crisis económica. Nadie quería ser el primero en bajarse del tren en marcha. Imprescindible.
  • Bone tomahawk (2015)S. Craig Zahler. El western es ese género al que tantas veces dieron por muerto pero siempre termina ofreciendo propuestas estimulantes, diferentes, ricas y profundas. Una de las sorpresas del año fue esta película con extraños ribetes de gore que no solo no desentonan sino que la enriquecen. Una pequeña joya que consigue una historia en la que el tiempo se dilata y los personajes se expanden. Construida sobre el firme de la tradición (ese viejo ayudante es el mejor homenaje posible al inolvidable Walter Brennan) pero sin complejos a la hora de aportar algo diferente. Estupenda.
  • Sin hijos (2015)Ariel Winograd. Pretende ser graciosa, incluso subversiva pero en el fondo nunca divierte y es tremendamente conservadora. Aburrida historia sobre la falta de ganas de maternidad que es incapaz de sacarle jugo a una propuesta irreverente y novedosa por la necesidad de ser comercial y políticamente correcta. Un coñazo.
  • Ruby Sparks (2002)Joanthan Dayton y Valerie Faris. Lo que empieza pareciendo una comedieta intrascendente y solo pasablemente entretenida termina derivando en un sórdido relato tragicómico sobre el ego del creador (novelista, en este caso) entrelazado con el ansia por convertir a la pareja en alguien diferente de aquel del que nos enamoramos. Absolutamente recomendable. Una joya a descubrir.
  • The divide (2011)Xavier Gens. Despiadado retrato del ser humano. Un grupo de personas termina encerrado en un refugio tras lo que parece un apocalipsis nuclear. Tras merodear por los lugares habituales del género la película parece enloquecer al ritmo de la enajenación de sus personajes, convirtiéndose en un infernal mosaico de la depravación humana difícilmente tolerable. Juega a ser una película desagradable y consigue su propósito retorciendo hasta el mismo plano final las convenciones del género. Película tóxica que permanece en la memoria.
  • Pride (2014)Matthew Warchus. La historia real de un grupo de homosexuales que se implicó en la recaudación de fondos para la lucha minera en la Inglaterra de la Thatcher es llevada a la pantalla con enorme sensibilidad, inteligencia y humor. Excelentes interpretaciones para una película que brilla con luz propia. Deja poso y un regusto final amargo.
  • The revenant (2016)Alejandro Iñárritu (cine). Intensa y ambiciosa. Cine de altos vuelos que sabe que lo que pretende ser. Tan evidente es su búsqueda de trascendencia como la naturalidad con la que consigue impactar, epatar y deslumbrar. Una de las mejores películas que vi este año. Hay que destacar la maravillosa fotografía de Lubezki. Brutal.
  • Desapariciones (2003)Ron Howard. Impersonal y a ratos desastroso western de un Ron Howard desorientado que intenta emular sin éxito a Centauros del desierto. Un director mediocre intentando encontrar las claves cinematográficas de la mejor película de John Ford, uno de los mejores directores de la historia del cine. El desafío era imposible. Ni siquiera unos actores volcados en unos personajes a los que no son capaces de sacar más jugo salvan de la intrascendencia a este relato audiovisual que no es más que un canto melancólico a un cine que no podrá volver.
  • La cumbre escarlata (2015)Guillermo del Toro. Preciosista y hueca. Una enorme decepción, un Guillermo del Toro sorprendentemente insulso, sin el carácter que se le presupone, incapaz de sacarle jugo a una historia que demandaba ser asfixiante e incómoda y se queda en un juego esteticista, insulso e insuficiente. Tan aburrida como anodina.
  • Deuda de honor (2014)Tommy Lee Jones. Fallido pero respetable intento de Tommy Lee Jones por regresar al universo fílmico del western, cuyos parámetros no termina de controlar. Hay buen cine en esta dura historia de perdedores, mujeres enfermas y hombres infames pero la película nunca termina de despegar y termina hundiéndose en el fango de la intrascendencia. Una pena.
  • Truman (2015)Cesc Gay. Fue alabada por muchos pero lo cierto es que esta película de un director más que interesante no fue capaz de superar la barrera de sentimentalismo barato con el que suelen flirtear este tipo de propuestas. Lugares comunes, masculinidad de manual y emociones sin filtro al por mayor. No la compro. Decepcionante.
  • Los héroes del mal (2015)Zoe Berriatúa. Manierista visión de la adolescencia que no termina de cuajar en película importante por su incapacidad de matizar y profundizar en la psique de unos chicos que caen el cliché y no respiran verdad. Una lástima.
  • Poppers (1984)José María Castellvé. Cine español de trincheras al margen del sistema. Cine social de marcado acento político enmascarado tras una estética macarra y punk y  realizado con muy poco dinero. Retrato de esa otra España de los 80 que la CT intenta desde hace años edulcorar. Chocante.
  • Irrational man (2015)Woody Allen. A estas alturas ya no me apena asistir a basuras como estas firmadas por un tipo tan capaz e inteligente como Allen. Hace un tiempo que he decidido creer que Woody Allen hace años que no dirige películas para trascender o emocionar sino para mantenerse vivo y activo. Y puesto que siempre consigue gente que se lo pague yo lo respeto. ¿La película? Absurda, imbécil y a ratos burdamente realizada. De lo peor que ha dirigido estos últimos años. Si hay matices y detalles a valorar esos quedan en manos de sus fans.
  • Spotlight (2015)Tom MacCarthy. Gustará mucho a los que siguen pensando que hubo alguna vez una edad de oro del periodismo, pero no deja de ser el típico drama con el que Hollywood ayuda a la sociedad norteamericana a metabolizar la corrupción de sus élites. Películas-vacuna, las llamo yo. Instrumentos del capital para mitigar y canalizar el dolor y la frustración social. La subversión y la denuncia solo son las excusas para el espectáculo. No hay profundidad, y la acción y el ritmo se imponen sobre la posible reflexión o la natural rabia ante lo relatado. Así, a pesar de lo escabroso del tema que se trata, casi nadie termina realmente herido o señalado. Y las instituciones se salvan.
  • Yo, él y Raquel (2015)Alfonso Gómez Rejón. Comedia y drama entremezclados en un propuesta indie de manual: buenas ideas, interpretaciones sinceras y un universo cercano, accesible, que nos acerca a la calle y a la vida. Tal vez el tema, su tema, ese que parece ser sólo la excusa argumental inicial y finalmente lo llena todo fuera lo que finalmente me separara por completo del película. Problema mío, lo sé. No soporto el cáncer en el cine. Pero aun menos cuando es usado como motor para seguir viviendo.
  • Spectre (2015)Sam Mendes. James Bond me aburre. Tanto. Y en esta película más. Mucho más. Todo el rato. Menudo coñazo infame. No hacen falta lecturas feministas. Que no. Ni lecturas sociopolíticas. Que tampoco. Es solo que el universo Bond es tan, tan, tan aburrido... Siempre me provoca sopor y extrañamiento. Seguir viéndolo es ya tan solo tradición.
  • Mi gran noche (2015)Álex de la Iglesia. Decepcionante. Aburrida e inconsistente comedia que carece de esqueleto sobre la que sostener su trama y que recurre a gags idiotas y a caspa permanente para sobreponerse al vacío que narra. Mala. Habrá que espera a la siguiente de Álex de la Iglesia, un director que a priori siempre me motiva.
  • ¡Ave Cesar! (2016)Hermanos Cohen (cine). Los Cohen vuelven a decepcionarme (y van...) con una historia desarrollada en el Hollywood clásico con la Guerra Fría como telón de fondo. Lo tenía todo para ser divertida e interesante pero una dirección rutinaria y una historia insulsa repleta de personajes sin carisma, construidos con trazo grueso, la abocan al abismo de la irrelevancia.
  • Iván Z. (2004)Andrés Duque. Interesantísimo documental que ahonda en la vida de uno de los creadores más singulares de la España de fin de siglo. Una larga entrevista en la vieja y decadente casa familiar de un Iván Zulueta agotado por la vida, que se explaya y se desnuda ante la cámara. Zulueta, director de la mítica Arrebato, reflexiona sobre su carrera artística, su arrinconamiento cultural en una España casposa y el fracaso que no reconoce. Todo el documental queda empapado por su amor incondicional al cine y por su irrefrenable melancolía por la infancia y el mundo que se fueron. Una joya.
  • Youth (2015)Paolo Sorrentino. Película gigante donde Sorrentino, con su habitual puesta en escena, esteticista y estilizada, nos habla del paso del tiempo y la terrible añoranza de la juventud y la fuerza cuando nada queda ya por hacer. Tremenda.
  • Fase 7 (2010)Nicolás Goldbert. De nuevo cine post-apocalíptico, en este caso argentino. Una plaga obliga a los vecinos de un edificio a quedarse encerrados en él por un tiempo indefinido. Las relaciones se deterioran y la desconfianza y el egoísmo hacen carne en unas personas que terminan estando dispuestas a todo por sobrevivir. Pasable.
  • Batman v Superman, el amanecer de la justicia (2016)Zack Snyder (cine). Ni tan mala como sus detractores pretendieron hacernos creer ni la obra maestra del género que algunos fervorosos creyeron encontrar. Cine de evasión que intenta ser trascendente sin posibilidad de conseguirlo. Momentos ridículos en un conjunto entretenido en el que termina destacando la aparición fresca de Wonder Woman.
  • La quinta ola (2016)J. Blakeson. Distopía adolescente realizada con el firme propósito de provocar arcadas al espectador. Qué cosa más penosa y aburrida. Lo único potable pasa durante los primeros 10 minutos para luego dejar paso a una ñoña y absurda historia de chica que tiene que buscar a su hermano pequeño perdido mientras encuentra el amor alienígena por el caminio. Bochornosa.
  • Invasión (2007)Oliver Hirschbiegel. La cuarta versión de la clásica y maravillosa Invasión de los ladrones de cuerpo de Don Siegel resulta ser una película lamentable con unas interpretaciones deplorables de Nicole Kidman y Daniel Craig. Es difícil hacerlo peor, lo cual es más grave si tenemos en cuenta el rico material del que se partía. Todo lo que era tensión y reflexión sociopolítica en la original se transforma aquí en rutina y sopor. Y si esto ya no era suficientemente nocivo hay que añadirle una serie de decisiones estéticas que lastran la película y un final feliz absolutamente indecente. Carne de perro.
  • El sicario de dios (2011)Scott Stewart. Ofú. Pues eso. Adaptación comiquera con vampiros con mucha mala hostia que sobrevive a duras penas gracias a su condición asumida de serie B sin pretensiones.
  • El viaje a ninguna parte (1986)Fernando Fernán Gómez. Absolutamente maravillosa. Poco que añadir a lo tantas veces dicho por tanta gente antes que yo. El canto melancólico a un tiempo y un trabajo que desaparecían en una España negra, pobre y miserable. Es realmente extraordinaria. Emocionante.
  • Techo y comida (2015)Juan Miguel del Castillo. Bienintencionada pero excesivamente simplista película que se adentra en el drama de los desahucios en una España pobre, casi analfabeta, en la que los apoyos y los cuidados mutuos son una utopía y el Estado se olvida de asegurar los derechos más básicos. Acertado retrado del contexto social que contrasta con la falta de reflexión: no hay discurso, tan solo emoción y lástima. Enorme Natalia de Molina en un papel complicado del que sale airosa.
  • Capitán América, guerra civil (2016)Hermanos Russo. Y ahora los superhéroes ya no son amigos. Madre mía, qué pena. Que no, que no es solo eso. Tragedia. La música insinúa un conflicto emocional irresoluble entre ellos. Dolor. Rostros circunspectos y testosterona por un tubo. El ser humano. Muchas hostias digitales. Shakespeare. Todos contra todos sin que haya la más mínima coherencia con el pasado reciente. Da igual. Tíos y tías en mallas dándose de hostias sin que nunca nadie muera nunca. Taquillazo. Y seguimos, ¿no?
  • Blancanieves y la leyenda del cazador (2012)Rupert Sanders. Una suntuosa y estilizada puesta en escena (a la que se añade una excelente banda sonora) no logran salvar el tedio generalizado que provoca la enésima versión del clásico de Disney. Para echar la tarde.
  • Canino (2010)Yorgos Lanthimos. Una pequeña obra maestra.. Unos padres deciden criar a sus hijos en una casa a las afueras de una ciudad sin contacto con el exterior. El lenguaje se subvierte y se manipula para hacer desaparecer lo sexual, lo conflictivo y lo subversivo de la vida de unos adolescentes incapaces de sobrellevar la tensión vital provocada por sus instintos. Peliculón.
  • Langosta (2016)Yorgos Lanthimos. Extraña distopía con tono de comedia oscura en la que el miedo a la soledad es el motor de una historia repleta de metáforas, alegorías y situaciones perturbadoras. Ni la compañía ni la independencia, ni la soledad autónoma, ni la pareja equivocada impiden al ser humano ejercer su enorme capacidad para ser miserable, egoísta, posesivo y destructivo. Acojona. Y es muy buena.
  • Deadpool (2016)Tim Miller. Muy provocadora, sí. Políticamente incorrecta, también. Un soplo de aire fresco en el saturado mundo de los superhéroes, sea. Pero vamos, que su problema es otro, a ver si nos entendemos: es un soberano coñazo
  • X men: Apocalipsis (2016)Bryan Singer (cine). Más de lo mismo, por supuesto, pero al menos entretiene a ratos y funciona como pasatiempo.
  • Zootopía (2016)Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush. Impecable técnicamente y con algunos personajes carismáticos la película falla por trasladar de manera demasiado literal los conflictos de las sociedades humanas (sin arista alguna, claro) a un mundo animal que demandaba un mayor grado de locura y diversión. Aburre.
  • Política, manual de instrucciones (2016)Fernando León de Aranoa (cine). Un documental que respira vida e ilusión. También transpira miedo y perturba a un espectador que ya lo mira como viejo cuando apenas ese partido político, Podemos, lleva dos años con nosotros. Imprescindible para comprender la necesidad de construir imaginario social y discurso político que calen, que emocionen, que se peguen a la piel del ciudadano. Un documento fantástico para conocer la construcción de un movimiento político desde dentro
  • Los girasoles ciegos (2007)José Luis Cuerda. Convencional adaptación del libro de Alberto Méndez. Cine viejuno con una visión académica de la España franquista que a estas alturas me deja frío como espectador. No me gustó
  • La habitación (2015)Lenny Abrahamson. Un folletín extrañamente encumbrado por crítica y público cuando lo que narra (y cómo lo narra) es carne de telefim basurero de sábado tarde. Solo una producción decente y unas interpretaciones notables logran sacar de la mediocridad general a la propuesta. Entre irrelevante e infumable. Elige.
  • Zardoz (1974)John Boorman. Delirante muestra de la que fue tal vez la época más fecunda de la ciencia ficción cinematográfica con intenciones de trascendencia. La inmortalidad, la decadencia lasciva de una sociedad que se muere sin que pueda físicamente nunca hacerlo se enfrenta a un salvajismo primitivo, intelectualmente inferior pero que dispone de la fuerza, la vitalidad y el ímpetu para imponerse. Una obra que hoy es incomprendida fundamentalmente por su estética imposible, que lastra continuamente un relato audiovisual apasionante
  • Synchronicity (2015)Jacob Gentry. Hay subgéneros en la ciencia ficción cinematográfica en los que es muy difícil ser original y no caer en caminos ya trillados. Esta película simula caminar durante parte importante de su metraje por caminos ya transitados del cine de los viajes temporales para desembocar en una apoteosis final plena de significados y rica en interpretaciones. Curiosa.
  • Cosas que no se olvidan (2001)Todd Solonz. Tremenda película de un Solonz que no decepciona. La acidez de su cine iconoclasta sí es pura subversión, y la manera pausada con la que cuenta sus brutales historias termina siendo un arma de destrucción masiva. Dos historias independientes unidas por un nexo común: la creación y la vanidad. Magnífica.

26 octubre 2016

Esquiroles contra la marea verde. Apuntes para una taxonomía esquirola

Una nueva huelga educativa contra la LOMCE, una ley tan inútil para solucionar problemas reales como peligrosa por provocar otros nuevos. Una ley profundamente retrógrada en sus principios ideológicos. Una ley que conlleva absurdos cambios burocráticos en los centros educativos que ahogan la labor de los profesores mientras permite ratios desorbitadas, segregación en las aulas, institucionalización de la enseñanza concertada (incluso la que separa por sexos), recortes en los cupos de profesores de los centros o precariedad laboral en los interinos. Que permite que la religión contabilice en la nota media con la que un alumno compite para entrar en uno u otro grado universitario. Una ley que aplicada en Madrid permite pasar de curso sin que cuenten los suspensos en Tecnología o Música mientras que suspender religión sí podrá hacer repetir a un alumno el curso. Una ley que además incorpora ese engendro que son las reválidas, el mayor absurdo, la mayor imbecilidad, tan injustas como inútiles. Una ley educativa que tras la reivindicación de la cultura del esfuerzo esconde una ideología decadente y elitista, que promueve el éxito educativo solo en aquellos sectores sociales adaptados al sistema. Una ley que, salvo contadas excepciones, solo genera rechazo y desconfianza en la gran mayoría de los profesores de la educación pública. Los que realmente pasan cada día dentro de las aulas y conocen de primera mano los problemas reales que los recortes educativos han provocado. Tal vez por eso una huelga como ésta es tan útil para conocer cómo respira la comunidad docente. Y por eso es un buen momento para completar y actualizar el catálogo de esquiroles educativos, cuya primera entrega escribiera hace unos años centrándome entonces, particularmente, en aquel al que denominé esquirol lúcido. Acometamos pues la construcción de un primer acercamiento a una taxonomía esquirola basada en mis experiencias en diferentes institutos. 

-El esquirol lúcido: es consciente de la gravedad de la situación en la que se encuentra la enseñanza pública y del punto de inflexión que las políticas actuales van a suponer para el futuro de miles de jóvenes. Conoce de primera mano las injusticias que genera la doble red pública/concertada porque su capacidad intelectual y cultural le permiten estar al tanto de todo lo que va sucediendo. Gracias a eso es capaz de encontrar siempre alguna razón por la que, finalmente, no debe juntarse a la infantería que, con sus propias dudas y contradicciones, se compromete con una huelga tras otra. Asienta su argumentación sobre dos o tres recias ideas construidas siempre desde una posición de seguridad laboral (nunca será un interino) que le permiten no terminar de ensuciarse las manos (ni perder su tiempo, ni su dinero) con huelgas a las que predice nulo éxito, en un ejemplo diáfano de profecía autocumplida que él mismo se encarga de ayudar a que se satisfaga acudiendo el día de huelga a trabajar. Es un peligroso agente desmovilizador en los claustros de profesores ya que su opinión suele ser escuchada y respetada, por lo que su decisión anunciada de no participar en las huelgas permite encontrar la excusa final a muchos otros (que suelen sufrir una acusada indigencia intelectual) que tan solo esperan la ocasión perfecta para escabullirse de sus responsabilidades ciudadanas. 

-El esquirol pusilánime: es una raza curiosa esta de los pusilánimes. Suelen ser interinos, de cualquier edad, que viven siempre con temor a todo, con desconfianza perpetua, inmersos en un silencio ideológico autoimpuesto con el objetivo de no hacerse notar, de pasar desapercibido. Cuando se equivocan y se les deja hablar muestran un indisimulable rencor de fondo por esos otros funcionarios, los de la plaza, a los que acusan de nunca apoyarlos lo suficiente en sus reivindicaciones laborales. Paradójicamente, ellos mismos siempre encuentran la excusa perfecta en sus bajos sueldos (por las jornadas parciales) o en su situación laboral inestable para no apoyar ni siquiera las huelgas contra los recortes que han precarizado hasta la humillación su figura laboral. Fui testigo de cómo especímenes de este biotipo se arrugaban y se convertían en esquiroles de las huelgas convocadas precisamente para impedir su propia precarización. No se lo podían permitir económicamente, argumentaban, pesarosos. A día de hoy aun pienso en ellos, en cómo se las arreglaron cuando no fue un día o dos de sueldo los que les quitaron por las huelgas (que no hicieron), sino dos meses de sueldo al año cuando empezaron a despedirlos en junio. 

-El esquirol ruin: suele ser relativamente joven, menor de 40 años, urbano, sin demasiadas cargas familiares. Lleva años contando sus aventuras en países exóticos o sus vacaciones a todo tren en playas o alojamientos rurales. Cuando llegan las huelgas, aunque ideológicamente, de manera superficial, parece compartir las reivindicaciones, nunca termina de ver claro públicamente la utilidad de las mismas: "esta no es la estrategia a seguir" o "no sirve de nada", argumenta con cara de circunstancias, sin profundizar demasiado en ninguna de esas ideas. Finalmente, en privado, a alguno de los que sí hará la huelga le comentará, misterioso, exigiendo comprensión, que ahora mismo no puede permitirse perder ese dinero por una cuestión personal e insoslayable pero que, sin duda, los apoya. Que es terrible lo que están haciendo. Que vaya desastre todo. Un crack. En unos meses se olvidará de las contradicciones y la coherencia y te empezará a contar dónde va a pasar el verano, en ese país extranjero, tan exótico, tan lejano, por un precio bajísimo, casi un regalo... 

-El esquirol ideológico: tan coherente como miserable. Como buen funcionario liberal (siempre con plaza), como buen tonto útil del sistema, vive de lo público mientras apoya su desmantelamiento en todo aquello que no afecte demasiado a su sueldo y privilegios. Asumirá incluso una mayor carga laboral porque tampoco el que sus alumnos aprendan o no le suele preocupar demasiado. Al fin y al cabo, no serán sus hijos los que pisen una escuela pública y considera, en el fondo, a muchos de sus alumnos desahuciados sociales. Tras aprobar un oposición, como buen defensor de la meritocracia y la competencia constante,  se dedica a mirar desde su barrera de funcionario cómo son los demás los que se matan por sobrevivir mediante trabajos de mierda. Y considera los días de huelga como días perfectos para no trabajar cobrando.

-El esquirol inane: el ejemplo perfecto de cómo tener una carrera universitaria nunca es sinónimo ni de cultura ni de capacidad. Hay personas que deciden, tras terminar esos estudios mínimos que le permiten acceder a la profesión docente, no volver a preocuparse jamás por seguir leyendo, conociendo, aprendiendo o reflexionando. Y se convierten en amebas intelectuales. En la sala de profesores, el esquirol inane hace como que se interesa algo por esa huelga, esa anomalía cósmica sobre la que varios compañeros discuten. Pregunta extrañado los motivos de la convocatoria, parece incluso escucharlos con atención, y se hace el sorprendido ante las injusticias que pretenden denunciarse, como si los motivos de la reivindicaciones fuesen un conocimiento arcano al que solo unos pocos privilegiados pueden acceder. "Es que aquí no ha venido nadie de ningún sindicato a contarnos nada y claro, yo no estaba enterado". Lo de internet y la autonomía en la búsqueda de información no van con él. Su cara transluce la nada interior. Volverá a sentarse a corregir sus exámenes. E irá a trabajar el día de huelga sin ni siquiera recordar que esa huelga estaba convocada para ese mismo día. 

-El esquirol  hipócrita: una raza a la que tengo especial aversión. Será capaz incluso de ir a trabajar el día de huelga enfundado en su camiseta verde. Su mayor interés es desmarcarse del resto de esquiroles y generar empatía y comprensión en el grupo de los huelguistas, al que pertenece por ideología. El esquirol hipócrita o indignadito supone, egoísta y miserablemente, que es el único con problemas económicos, familiares o personales. Considera que no puede permitirse perder un solo día de sueldo (o varios) y, aun manteniendo artificialmente un discurso crítico hacia los recortes, asume que los demás tenemos que entender que su contribución a la causa es manifestarnos públicamente su apoyo mediante la dichosa camiseta, mientras también se ocupa de desmovilizar aduciendo, cuando se le presiona, que las huelgas no son la salida a nuestros problemas, que hay que ser más creativos. Igual, si se tercia, no llueve y no le viene muy mal, se paseará por la tarde por la calle en la manifestación de turno. Asume con desparpajo que él también está luchando a su manera, aunque nunca le encontrarás jugándose un euro de su bolsillo o un ápice de su seguridad laboral mediante algún acto subversivo contra aquellos que asfixian a la educación pública. A lo más que llegará será a hacer encendidas y pueriles defensas abstractas del valor de la enseñanza pública mientras critica a la rancia derecha y en su perfil de Facebook cuelga lacitos verdes, videos empalagosos y demás chuminadas con las que cree contribuir a la causa. 

El esquirol novato: es joven, muy joven, acaba de empezar a trabajar en la enseñanza pública. Ha sido criado en una burbuja académica y familiar y el azar, o sus capacidades, le han permitido acceder a un puesto docente a muy temprana edad. Está tan contento de trabajar y de ganar un buen sueldo fijo todos los meses que se olvida incluso de leer algo que le sirva como sustento intelectual a su labor docente. No le llega. Siempre sonriendo de manera juvenil observará y escuchará las quejas de los estresados y encabronados huelguistas como el que oye llover. Nada de esto va con él. Vive en otra parte y sus motivaciones son fundamentalmente hedonistas. La seriedad de la vida le aterra. En su evolución terminará mutando sin esfuerzo en algunos de los anteriores esquiroles descritos. 

-El esquirol de CCOO: una  singularidad de difícil explicación ideológica. O no. Es un profesor que en su esquizofrenia ideológica discrimina la acción reivindicativa según la apadrine o no #SUsindicato. Ese que procuró boicotear las aspiraciones de autoorganización de la Marea Verde allá por 2011. Tiene el superpoder de ignorar sin bochorno alguno las convocatorias de huelga impulsadas por sindicatos y colectivos diferentes a #SUsindicato. Aunque las reivindicaciones sean exactamente las mismas que él defiende y sean iguales a las que utilizará #SUsindicato para convocar la huelga siguiente. Cuando #SUsindicato sea el que convoque pondrá en el grito en el cielo y denunciará con acidez la apatía de sus compañeros esquiroles. "Asco de esquiroles", clamará. Y cuando le hagas ver que hace pocos meses él no apoyó la huelga anterior, esa que hizo como que no existía y de la que nunca habló en la sala de profesores porque no la convocaba #SUsindicato, te mirará con extrañeza, como quien escucha hablar a un mono. Porque él, por supuesto, solo podrá hacer una huelga si la convoca #SUsindicato. Porque él es muy de izquierdas y mucho de izquierdas. Y es de izquierdas y mucho de izquierdas porque está afiliado a #SUsindicato, claro. Y #SUsindicato es el único de izquierdas y mucho de izquierdas con legitimidad para defender a la escuela pública. Y a ver si nos enteramos de una vez y no se lo hacemos repetir. Hombre, ya. 

-El esquirol kamikaze: un grande este tipo. Está o estuvo en contacto con sectores muy movilizados y críticos con el sistema. Suele tener un discurso incendiario en el que apenas deja resquicio a duda alguna. Lleva ya unos años de profesor pero no olvida (y no va a dejar que los demás profesores olviden) sus radicales orígenes sociopolíticos y el asco que le da un sistema social y político que considera putrefacto y nocivo. Despotrica continuamente de compañeros y sindicatos por melifluos, cobardes y débiles en sus formas de lucha social. Y, por supuesto, nunca apoyará una huelga de un solo día. Él considera que al menos deberían ser tres. Tampoco apoyará una huelga cuando sea de tres días. Porque lo que ahora se debería hacer es convocar una huelga de tres días, sí, pero todas las semanas al menos durante un mes. También despreciará la convocatoria de una huelga indefinida de tres días a la semana. Cobardes, pensará, porque lo que tocaba ahora era hacer una indefinida de verdad. Y no firmar las actas de junio. Ni las de septiembre. Finalmente, el esquirol kamikaze nunca podrá hacer una huelga. Todo es poca cosa para él. E irá a trabajar ese día con la sonrisa despectiva en la boca mientras piensa que él tenía razón, que el sector educativo nunca estará a su altura. El reino reivindicativo del esquirol kamikaze no es de este mundo. 

-El esquirol hastiado: uno de los más tristes. Ha participado en muchas de las huelgas anteriores (nunca en todas) y afirma ya no poder más ante la supuesta irrelevancia de las mismas. Asume que no hace lo que debe pero asegura que el cansancio ha carcomido sus ganas de presentar batalla. Mantiene una cierta dignidad, ese aire de viejo luchador derrotado, pero suele esconder en lo más profundo de sí a algunos de los esquiroles anteriores, pugnando desde hace años por surgir, a la espera de unas condiciones ambientales más adecudas para un esquirolismo no traumático en sus relaciones sociales. Evidentemente, eso es algo que nunca reconocerá.

Hoy todos ellos estarán en los institutos y colegios públicos. No darán clases porque la mayoría de los alumnos no irán hoy a los centros. Y disfrutarán de ese café continuo, ese café tan miserable, durante toda la mañana, sin trabajar, cobrando, sin hacer nada, a costa de los que sí hacen huelga. A costa de nosotros. Que disfrutéis el día, compañeros.

01 octubre 2016

Los últimos estertores de El País

Tal vez estemos asistiendo al principio del fin de El País como el periódico que todos conocimos. Comienza a recordar a ese Jiménez Losantos con el que tantos conectaban en la COPE, en los años de Zapatero, porque a la gente le excitaba oír cada mañana su siguiente barbaridad, la nueva barrabasada de un tipo que terminó devorado por los adjetivos. En realidad esa atención mediática no es más que un canto de cisne, un camino sin retorno. Una vez que pierdes el prestigio y la credibilidad, que tiras por el desagüe tantos años de artificio perfectamente diseñado, solo queda la mofa, la ira, el desprecio y el desdén final. Le pasó a Jiménez Losantos, cuando la gente se cansó de tanta visceralidad interesada y llegó el choteo. Cuando sin que él lo pretendiera mutó de periodista a personaje, a caricatura. Por ahí sigue. Nadie le hace ya caso. 

El País hace ya tiempo que dejó de ser referencia para nadie. Su línea editorial, la que durante tantos años marcó el rumbo sociológico de este país, ahora solo se lee con fruición para constatar la desquiciada deriva de un periódico que durante décadas trató de construir una imagen de mesura e imparcialidad, de distancia reflexiva, que finalmente ha cristalizado en un sectarismo rencoroso y endiosado, cuya pretensión de influencia provoca la risa y la indignación, la vergüenza ajena y el repudio intelectual. Sus editoriales han alcanzado el nivel de pitorreo que provocaban hace unos años las portadas de la ya extinta La Gaceta y cuyo testigo recogieron hace unos años las portadas de La Razón, cuando cada noche en Twitter el cachondeo se instalaba a la espera de que Marhuenda hiciera pública la última majadería de un periódico convertido en chirigota. El camino ya estaba marcado. El País lo siguió a pesar de las señales.

Toda deriva encuentra su final, el punto de inflexión a partir del cual ya no hay vuelta atrás y, como le pasara a Losantos, teóricamente en las antípodas ideológicas, la chirigota finalmente se transforma en irrelevancia cuando nadie puede ya asumir como verdad el relato de la realidad construido por el periódico de PRISA. El papel de El País en la actual crisis del PSOE ha superado cualquier expectativa. Sus ataques a Pedro Sánchez por no inmolarse dejando gobernar a Rajoy para que la maquinaria extractiva de las élites económicas del país continúe funcionando sobrepasa los límites de cualquier manual básico de decencia periodística. Somos testigos de los estertores finales de un periódico trascendental para entender a nuestro país. Sacrificado finalmente por Cebrián como último servicio a esas élites de poder a las que vendió su alma y su dignidad.

El País sobrevive a duras penas desde hace años gracias a la memoria de una parte de la sociedad (fundamentalmente mayor de 50 años) que lo sigue asociando con ese "intelectual colectivo" del que hablara Gregorio Morán. Durante años muchos fueron incapaces de asumir la orfandad que les provocaba alejarse del discurso prefabricado del grupo PRISA. Era excesiva la obligación de construir uno propio a través de voces fragmentarias. Demasiado esfuerzo para los que solo querían mantener una imagen de progre de salón crítico con la estética de la derecha cavernaria. Y disfrazaron su incapacidad para rebelarse mediante el elogio huero de ese periodismo nominalmente "serio y de calidad" que se convirtió en la marca de El País. Pero el problema persistía. Porque tras ese periodismo "serio y de calidad" el hedor se fue haciendo insoportable y el lector fiel no pudo seguir mirando hacia otro lado ante los posicionamientos sociales, políticos y económicos de un periódico al servicio de bastardos intereses empresariales. Después llegó la crisis, Y surgió Podemos, y llegaron los despidos, los vetos, el miedo y las contradicciones. El supuesto periodismo "serio y de calidad" se reveló como un periodismo mutilado, dócil con el poder y agresivo con las alternativas sociales que iban surgiendo. El País ha ido perdiendo su aura y su credibilidad al mismo ritmo que los bancos y los fondos de inversión se iban haciendo con PRISA con la aquiescencia de Cebrián.

El desastre económico al que abocó Cebrián a PRISA hizo que las costuras ideológicas de El País saltaran por los aires. La libertad de prensa es una de las grandes ficciones de las democracias capitalistas. La libertad de prensa no es más que libertad del gran capital para imponer su agenda y defender sus planteamientos Los editoriales del último año de El País deberían publicarse en una antología del disparate periodístico. Como muestra del suicidio de un periódico que un día fue referencia de un país y construyó el relato de un época. Tal vez entre todos los editoriales el más sonado ha sido el dedicado hace poco a Pedro Sánchez, ese "insensato sin escrúpulos".

Un editorial que el propio Comité de Redacción del periódico ha criticado sin que Antonio Caño, actual director, se dé por enterado. Doloroso para muchos ha sido también el atronador silencio de todas esas plumas "de calidad" del diario, tan dispuestas siempre a luchar por causas justas. Siempre que ello no les amenace el bolsillo, claro. Ni una palabra de Millás, Muñoz Molina, Elvira Lindo, Azúa, Jabois...


El País ha implosionado. Más allá de lo que finalmente suceda con el PSOE, su apoyo editorial a un gobierno del PP de Rajoy por el bien de la "gobernabilidad de España" es la gota final que desborda el vaso de unos lectores que se encuentran desnortados, incapaces durante mucho tiempo de reconocer los indicios que mostraban la manipulación informativa de un medio que era su referencia intelectual, pero que ahora ya no tienen más opción que asumir, aunque sea de mala gana, que El País hace mucho tiempo que solo sirve como punta de lanza de los poderes económicos del país para que nada amenace al sistema desde la izquierda del arco parlamentario. El País es ya esa caricatura a la que aludí al comienzo. El País es una chirigota. Tratará de seguir influyendo en la sociedad española, intentará cada vez con mayor desesperación y menor disimulo imponer sus opiniones interesadas. Pero una vez descubierto el artificio muchos de sus lectores no podrán ya seguir dejándose engañar con la facilidad con la que antaño lo hicieron. A El País se le ha perdido el respeto y ha dejado de ser intocable. Ha tirado por la borda su prestigio convirtiéndose en un lodazal de informaciones y editoriales sin mesura ni decencia. Apenas unas pocas voces aisladas resisten el temporal. Este es el legado que deja Juan Luis Cebrián, el gran muñidor de nuestra democracia, el hombre tras la tramoya.

24 septiembre 2016

La corrupción moral del PP de Madrid: Lucía Figar, la Púnica y la Marea Verde

Lejos quedan ya los días de la Marea Verde madrileña. Se cumplen ahora cinco años de un movimiento de rechazo visceral a las políticas de recorte y de ataque a la escuela pública por parte de una de las administraciones políticas más despreciables de la España democrática: la dirigida por Esperanza Aguirre en Madrid. Aquel verano de 2011, tras años de priorizar la escuela privada-concertada y socavar a la escuela pública mediante una segregación social enmascarada tras una perversa "libertad de elección" (para algunos, claro), el Gobierno de Aguirre, a través de la Consejería de Educación, dirigida por entonces por Lucía Figar (la que buscaba una empleada del hogar que supiese tagalo), y aprovechando la crisis económica y social en la que estaba envuelto el país, entendió que era el momento de golpear con fuerza y sin compasión a la enseñanza pública para que triunfara por fin su modelo de estratificación social a través de la educación obligatoria, un modelo que además conlleva pingües beneficios para un sector privado ávido por obtener un mayor lucro en el negocio de la educación, algo para lo que necesita obligatoriamente la degradación de la enseñanza pública. Con el innecesario aumento de la carga lectiva de los profesores de Secundaria consiguió prescindir de miles de profesores, sobrecargó de horas de guardias y apoyos a los que quedaban, los obligó a multiplicar las materias afines (de las que no eran especialistas) que tendrían que impartir y, en paralelo, continuó aumentando progresivamente las ratios de alumnos por aula, eliminando programas educativos de compensación social para los más desfavorecidos y precarizando y humillando a los profesores interinos. Una jugada maestra que disfrazaron como ejercicio de necesaria austeridad que la crisis económica demandaba. Nada más lejos de la realidad. Aquello suponía tan solo un ahorro anual de 90 millones de euros. En el mismo año que ACADE (patronal de la enseñanza privada) se felicitaba por conseguir aumentar las desgravaciones para los padres con hijos en la enseñanza privada (NO concertada) hasta los 65 millones de euros. Aguirre y Figar no montaron toda aquella operación para ahorrar, no, eso todos lo sabemos ya a estas alturas. La magnitud de los recortes no era en absoluto relevante en lo económico pero sí era trascendente para la realidad diaria de los IES madrileños. Significaba el tiro de gracia a una enseñanza pública que durante los últimos años había tenido que asumir casi en soledad (debido a la competencia desleal de la enseñanza concertada) el enorme desafío que había supuesto el enorme flujo migratorio que había llegado a Madrid en la época de bonanza económica. Con multitud de centros públicos en el alambre social, apenas sostenidos sobre los hombros de algunos docentes dispuestos al voluntarismo para llegar allí donde no llegaba la Administración, la nueva situación sobrevenida era una bomba sucia que los iba por fin a rematar. Los malos docentes ya tendrían la excusa para seguir haciéndolo mal. Y los buenos, desbordados ante la sobrecarga laboral y el desprecio administrativo y social, tendrían que ir dejando de lado todo aquello que no fuera estrictamente obligatorio, ciñéndose a su horario laboral, sin posibilidad de intervenir en la mejora de la convivencia en unos centros que en no pocos casos están normalmente al borde de la explosión social, con aulas repletas y alumnos con muchos problemas. Por eso fueron los docentes los primeros que se dieron cuenta de la enorme gravedad de la sucia maniobra política de Figar y compañía. No salieron a la calle solo por esas horas lectivas de más que suponían otras tantas horas de guardias y apoyo. No, se rebelaron porque, asustados, fueron los primeros en darse cuenta de que estos recortes significaban el principio del fin de la idea de educación pública como un servicio social prioritario, sufragado por todos para dar a los hijos de todos una oportunidad real de futuro. No voy a volver a construir aquí el relato de esa emocionante reacción de la comunidad educativa. Una reacción que fue tan emocionante como, lamentablemente, insuficiente (a pesar de lo que la leyenda cuente). Ya lo conté en tiempo real desde aquel primer post que escribiera a finales de julio de 2011 (profesores encabronados), a través de varios posts en los que reflexioné, me emocioné, dudé y sufrí nuestra lucha y nuestra derrota.

 
Porque sí, también perdimos aquella batalla, a pesar de que leyendas bientencionadas defiendan que la Marea Verde resultó de algún modo victoriosa en ella. No es verdad. Fuimos claramente derrotados. La victoria fue para esa derecha cavernaria y rencorosa que gobernaba Madrid y que, al poco tiempo, en noviembre de ese mismo año, cuando la Marea Verde se desinfló exhausta por la incomprensión social, las luchas internas y los continuos ataques a su dignidad, alcanzó la mayoría absoluta con Rajoy y Wert al frente, confirmando que lo peor de la política educativa madrileña se iba a extender al resto de España.

Nada de aquello por lo que se luchó se consiguió. Al contrario. Se normalizó la nueva carga laboral de unos docentes que, desfondados y sin ilusión, bajaron la cabeza y asumieron el sobreesfuerzo abandonando proyectos extraescolares, renunciando a organizar actividades complementarias para sus alumnos e impartiendo materias afines que no dominaban en unas aulas que volvían a estar repletas de alumnos que en demasiados casos presentaban problemáticas sociofamiliares o médicas difícilmente tratables en esas circunstancias. Tras unos meses de activa movilización y de conformación de redes de lucha (ajenas incluso a unos sindicatos adocenados y acomodados), todo terminó diluyéndose ante la fuerza brutal de un enemigo que sacó todas sus armas mediáticas a la calle para destruir el ya escaso prestigio social de los profesores, destrozando sin contemplaciones su reputación mediante la difamación y la mentira. Los mismos a los que años atrás se les llenaba la boca reclamando leyes para defender la autoridad docente.

Y ahora, de repente, se confirma lo que muchos sospechábamos.

Según la Guardia Civil, Lucía Figar pagó con dinero público a la trama Púnica para que montase una campaña en internet y en redes sociales contra la Marea Verde en los momentos más álgidos de aquella lucha social. El objetivo no era solo era mejorar la depauperada imagen de la propia Lucia Figar, sino también difamar a los profesores desde cuentas falsas y a través de medios de comunicación afines y periodistas autónomos. Brutal la desvergüenza. Y los que tenemos memoria recordamos. Y rastreamos las hemerotecas. Y recordamos cómo trató aquella lucha Telemadrid, o Intereconomía. Recordamos las visitas de Figar y Aguirre a estos y a otros medios, mintiendo sin vergüenza, jaleadas por tertulianos enchaquetados, tan dignos ellos, tan serios, tan corruptos, tan miserables. Recordamos las barrabasadas que soltaba por la boca Jiménez Losantos desde su púlpito radiofónico, ese periodista de raza, tan independiente él, tan íntegro. Casualmente siempre babeando en antena por Esperanza Aguirre (¿o era por las licencias que sus gobiernos le daban a Libertad Digital en Madrid?). Libertad Digital, ese medio libre de ataduras, decían, y que al parecer fue financiado con el dinero negro del PP. Qué liberal todo.

Resulta tremendamente ilustrativo unir esta noticia a esta otra que muchos ya habrán olvidado: en pleno conflicto educativo, en octubre de 2011, el PP denunció a diversas asociaciones educativas por la "venta ilegal" de las camisetas verdes. La denuncia la presentaron los que entonces eran Consejero de Asuntos Sociales y Secretario General del PP en Madrid: Salvador Victoria y Francisco Granados... ¿Les suenan?

Salvador Victoria está actualmente imputado, al igual que Lucía Figar, por su relación con la trama Púnica. ¿Y qué decir de Francisco Granados? Solo un apunte, tal vez: al tiempo que denunciaba la venta de estas camisetas al parecer se llevaba mordidas de 900.000 euros por la adjudicación de suelos para colegios concertados. Impresionante. Porque al final, para muchos de ellos, detrás de los ataques a la pública ni siquiera había ideología, sino tan solo miseria moral y ambición de riqueza.

Es todo tan vomitivo, tan repugnante, que el hecho de que esto no vaya a incendiar los centros educativos y solo vaya a generar arrebatos de indignación (como este) a través de Internet explicita a la perfección el lamentable estado de ánimo en el que se encuentra el colectivo docente en estos momentos. Pero hay que recordarlo, hay que repetirlo, tantas veces como sea necesario: con dinero público, con el dinero de nuestros impuestos, también con el dinero de los impuestos de los profesores interinos que despidieron o precarizaron, esta gentuza pagó a una trama corrupta para que machacara a un movimiento social contestario con el poder que solo trataba de defender la enseñanza pública.

Y parece que ya a nadie le importa que sigan gobernando. Ellos o sus herederos.

31 julio 2016

Jugamos como nunca, perdimos como siempre: la derrota de una ilusión

Perdimos. Como siempre. Ya tenemos material para un nuevo relato melancólico de una derrota que se parece demasiado a las de siempre. Perdimos. Y volveremos a perder. Nacimos políticamente perdiendo, eligiendo a los perdedores como receptores de los votos de nuestra escasa confianza representativa. Perdedores a los que en ocasiones, hace años, incluso tuvimos que votar tapándonos la nariz, mirando hacia a otro lado, para no ver de frente su convivencia con el sistema, su conexión con el poder, su miserable confortabilidad de outsider, solo con la esperanza de cambiar algo con nuestros votos y poner límites a un bipartidismo asfixiante. Cumplí la mayoría de edad a mitad de los 90, cuando el partido en el poder, el PSOE, presentaba síntomas inequívocos de descomposición, corrupción y putrefacción, sin que sus fieles fueran capaces de abandonar el barco. Con los años, en los albores del nuevo siglo, muchos de ellos dieron finalmente ese paso para, ¿sorprendentemente?, votar al PP de Aznar y dar la mayoría absoluta a aquel iluminado. Cuánto voto oculto entonces. Qué significativo que fueran tantos de los que destrozaron la imagen pública de Anguita (ese, el de esa puta pinza con la que se le llenó la boca a tanto hijo de puta) los que se pasaran en silencio (cobarde) a la desatada modernidad neoliberal de un PP que por fin se mostraba ante su público sin complejos. Ansiosos todos por pillar cacho. El PP consiguió mayoría absoluta. Ese partido tan eficaz, tan pragmático, tan moderno. Con Rodrigo Rato al frente de una economía liberal que surfeó la ola de la burbuja inmobiliaria para terminar mostrando sus miserias al tiempo que él se hundía en el fango de la corrupción más despreciable. Rato, paradigma junto a Bárcenas de ese PP que, apenas 10 años después de llegar al poder, nos mostró su enorme capacidad de emulación y superación de la vieja y paleta corrupción socialista. Al fin y al cabo, ellos habían nacido en las mejores familias patrias por algo. Podían hacerlo mejor, mucho mejor. Y lo hicieron. Dejando, de paso, esquilmado al país. Su corrupción era modernidad; sus políticas, el futuro; la competitividad pregonada, capitalismo de amiguetes. En esa mentira compartida el español medio creyó vislumbrar el camino para alcanzar sus sueños más húmedos consumistas. Neoliberalismo en vena para todos. El real, no la utopía. Inoculado a través de todos los medios de comunicación del poder. Con PRISA haciendo de caballo de Troya entre tanto pijoprogre mutado en gilipollas en su casa de Pitufilandia. Allí, en las afueras. Una sociedad española que respondía entusiasmada al llamado del dinero sin importarle las reformas laborales, los recortes del Estado de Bienestar en nombre de la modernidad individualista, la privatización de servicios, la concertación de la educación para segregar correctamente (de manera educada) a los inmigrantes, la privatización de la sanidad para convertir la salud en negocio... Nada importaba porque la promesa de la riqueza estaba instalada en todos nosotros. Imbéciles. Como si al final, cuando la cosa se jodiera, fuera a ellos (a esos, sí, a esos políticos en los que estás pensando) o a los otros (sí, a esos otros que son los realmente manejan el cotarro) a los que la crisis que tenía que llegar les fuera a afectar.

Llegó el 15M. Y volvió a ganar el PP (cuántos olvidan eso; cuántos olvidan las enseñanzas del Mayo del 68). Pero no importaba, decían, se estaba gestando un cambio. Mientras, Esperanza Aguirre con su mayoría absoluta (esa que no importaba) llevaba a cabo en Madrid el mayor ataque a la educación pública de la democracia española. Daba igual, aseguraban, el cambio ya estaba en marcha. El desafecto hacia los dos grandes partidos era algo que ya era imposible detener. Cuánta confianza equivocada. Qué incapaces somos de analizar correctamente la realidad cuando los deseos y la esperanza nos ciegan. Confiar en los demás. Nunca fue mi fuerte. Y llegó Podemos, llegó la ilusión, llegó la nueva era de la televisión, de las tertulias, de las redes sociales ensimismadas en su propio ruido. Abandonamos las calles. Para qué continuar en ellas, nos dijimos. Se reían de nosotros, no les hacíamos daño. Ahora sí, ahora por fin los veíamos asustados. Nos emocionamos. Nos crecimos. Nos equivocamos. Mientras nos arrogábamos un liderazgo moral que nadie nos pidió y muchos detestaron en silencio, la sociedad española iba metabolizando lentamente la depravada corrupción del PP. Como antes había metabolizado la del PSOE. Hoy ningún votante de esos dos partidos puede siquiera intentar aparentar defender a su partido de las miserias que sus dirigentes han cometido. Pero eso ya no importa un carajo. Lo que debiera haber significado una catarsis se ha transformado en una especie de espejo de Dorian Grey de nuestra sociedad, que ha utilizado a la política (y a los políticos) como el basurero moral mediante el que expiar sus culpas, abandonar la rabia y refocilarse en un cinismo estúpido, tan casposo y tan cuñado como perverso: todos van a robarnos, todos los políticos son iguales, nada va a mejorar. Todos dan asco ergo podemos seguir votando a los mismos cabrones. No vaya a ser que el cambio, aunque necesario, nos venga mal. ¿Y qué piensa esta gente de los nuevos? Odian a Podemos. Detestan su mera existencia. Es el partido que más rabia les provoca. Sobre todo a los gurús intelectuales de la vieja izquierda. La socialista y la comunista. Qué pena. Tiene sentido. Es el partido que les obligó a bajar la cabeza durante un rato a todos. Eran incapaces de contrarrestar sus verdades, incapaces de esconder sus propias vergüenzas, andaban huérfanos aun del relato justificatorio que el sistema no les alcanzaba a dar durante los años más duros de la crisis. Ahora ya ha pasado el tiempo. Y el tiempo todo lo pudre. Todos los delitos (o presuntos delitos) y todas la contradicciones (o presuntas contradicciones) de los podemitas se jalean con fervor y se difunden con rencor, no hay  atisbo de gradación, asesinato vale lo mismo que hurto y ya no hay posibilidad de réplica si no quieres que te vean como un fanboy sin criterio. El ruido se ha hecho insoportable y sirve para enmascarar la realidad de un país depauperado, precarizado, depresivo y sin futuro, en el que la vieja política vuelve a imponer su agenda mientras no hay una sola posibilidad de que algún cambio concreto y fundamental se produzca en la organización de nuestra sociedad.

En las ultimas elecciones no había una sola razón para dejar de votar a Unidos Podemos que permitiera votar al PP, al PSOE o a Ciudadanos si realmente se defendía la necesidad de un giro social. Lo paradójico es que muchos lo sabían, se dieron cuenta, así lo entendieron. Y por eso se fueron a la playa (o se quedaron en casa). Para no tener que equivocarse ellos. A la espera de que fueran otros, los otros, esos otros a los que llevaban años criticando, los que les permitieran no tener la responsabilidad de dar el poder de nuevo a los de siempre para que todo siguiera igual. Tal vez los dirigentes de Podemos lo que no terminaron de entender fue que el votante tipo del nicho electoral que los elevó, el que los jaleaba en las redes sociales, nunca fue el trabajador precario de origen humilde (el gran olvidado) sino el (nuevo) trabajador precario de origen acomodado y menor de 45 años, el antiguo mileurista, al que la rabia le dura el tiempo que tarda en descargarse su móvil y que en el fondo lo que desea es volver creerse la mentira neoliberal. El desencantado con ansias de volver al redil. 

Radicales, nos llamaban. Totalitarios, decían. Intentaron (con éxito) generar un patético miedo propio de otro tiempo hacia nosotros pero lo cierto es que salvo naturales (e infantiles) manifestaciones de descontento en las redes sociales (¡que también juzgaron!), salvo desahogos puntuales con amigos, salvo exabruptos incontrolados, nosotros, los bolivarianos, los que íbamos a montar soviets en los barrios, los antidemócratas, los estalinistas, los amantes del poder totalitario, hemos traicionado nuestro espíritu despótico y hemos respetado sin atisbo de duda los resultados electorales. No hemos quemado las calles y hemos preferido (románticos que somos) hundirnos en una depresión silenciosa. Destruirnos internamente buscando culpables de un fracaso que jamás debiera haber sido considerado como tal. De fondo se escuchan las risas de los de siempre. Se descojonan. Se descojonan. Mucho. Y nosotros solo conseguimos sonreír con tristeza.

14 julio 2016

Migue

Fue Luke cuando yo me pedía ser Han. Fue Kyle cuando yo me pedía a Donovan. Fue Benji mientras yo me emocionaba haciendo de Oliver. Fuimos juntos Indiana Jones luchando contra los Togui. Algunos años después asumimos a Mulder como líder espiritual de la batalla contra la conspiración gubernamental que nos ocultaba la verdad (mientras Mercedes, todo corazón, nos ayudaba a sufragar las pizzas). Construimos fuertes de los clicks para defendernos de los indios, disfrutamos juntos de aquellas noches de reyes con ilusión desbordante, montamos ligas de chapas en las que a veces, todavía hoy, juego en sueños, creamos carreras con esas mismas chapas en las que Marino Lejarreta se enfrentaba a un joven Perico Delgado en busca de fortuna y gloria mientras sorteaban montañas de arena saltereñas y escuchábamos de lejos, en la radio, el final de la jornada de liga. Sufrimos juntos cuando de niños la noche se alargaba y el miedo nos atenazaba después de escuchar a Pedro Pablo Parrado, casi dormirnos con José María García y volver a despertar con aquel Polvo de estrellas de Carlos Pumares; asustados porque Ricardo se diera cuenta de que la radio seguía encendida y nos dejara inmersos en el silencio de la noche eterna. Crecimos siendo los pequeños de nueve hermanos, viéndolas venir, observadores continuos de una familia que siempre se nos antojó extraña, ajena, fuera de nuestra longitud de onda. Fuimos espectadores estupefactos de la descomposición de un padre al que el paso del tiempo arrasó y convirtió en presente construido por pasado y mosto. Vivimos la España de los 80 comiendo tiburones comprados en “la borracha” para ver partidos de una selección que siempre perdía. Y comenzamos los 90 como socios infantiles de un Betis tan solo legendario en nuestras memorias sentimentales. Fuimos niños felices aunque, por supuesto, siempre estuviéramos peleándonos. Nos convertimos en adolescentes con el paso cambiado, incapaces de entendernos, creciendo desacompasados, sabiendo que el otro estaba ahí, tan lejos aunque tan cerca, y convirtiéndonos en aliados, junto a "las niñas", en una pequeña guerra civil familiar tan cruel como irrelevante.

No podría explicar mi vida hasta los 22 años sin la presencia de Migue, mi hermano pequeño, mi aliado, mi amigo, mi enemigo ocasional. Todo termina girando en mi memoria en torno él, siempre está presente de manera decisiva, interpretando un papel protagonista mientras él mismo, a veces, creía ejercer de secundario. Incluso cuando la guerra fría con mi padre terminó por explotar y su extraña equidistancia acabó por desquiciarme.

Hace ya muchos años de todo eso. Muchos. Hace no tantos, en la oscuridad de esa terraza aljarafeña que ha asistido a tantas confidencias me aseguró, sin mostrar duda alguna, que a pesar de todo lo que hubiera sucedido, a pesar de todo lo que pudiéramos recordar, de los enfrentamientos, de las incomprensiones o de los abandonos, no había nada en nuestro pasado que pudiera reprocharme. Nada. Lo dijo tranquilo, como el que confirma una banalidad, como el que asegura algo indiscutible. Sentí como mi cuerpo se relajaba. Los hermanos pequeños nunca entenderán del todo la perspectiva que el tiempo nos da a los hermanos mayores, esa perspectiva que nos hace dudar de todo lo que hicimos, de lo que fuimos, de cómo nos comportamos con ellos... El tiempo se detuvo entonces, un segundo, y de repente avanzó, ya para siempre. Nos habíamos hecho adultos, nuestros caminos vitales nos habían llevado por caminos lejanos hasta ciudades distantes, la puerta del pasado se cerraba para siempre y, sin notarlo, nos estábamos despidiendo. Nuestras vidas separadas auguraban un futuro que jamás nos depararía la intimidad de la que habíamos disfrutado, la conexión emocional que habíamos tenido, la relación que nuestra infancia construyó.

Hace dos días, el 12 de julio, mi hermano pequeño, Migue, se convirtió en padre. De esta preciosa niña, la de la foto, mi sobrina. Olivia. Y el padre es él, Migue. Increíble. Y estoy muy contento, mucho, muy feliz por él, y también muy sorprendido. Y me río solo, a veces, pensando sobre ello. Porque sé que ahora mismo él, a ratos, cuando se para, estará tan sorprendido como yo. Pensando que sí, coño, que sí, que aquel niño, el de las gafas, el que quería jugar a todas horas, el socio de mis trastadas, ese tipo siempre tan tranquilo, es ahora el padre de esa criatura tan pequeña. Migue. Mi hermano pequeño. Tan diferente a mí. Tan necesario. Creo que sabe lo mucho que lo quiero. Pero por si acaso, por si más tarde vienen mal dadas, aquí se lo dejo escrito.