24 octubre 2015

Un instante. La eternidad.

La observo a través del cristal del vagón del tren que acaba de detenerse en el andén de enfrente. Su cara, surcada por las arrugas de una vida sin retoques de imagen, revela que ha superado ya, sin duda, los cincuenta. Viste con la informalidad que solo permite la seguridad en una misma, y su pelo, cortado a media melena, absolutamente cano, lo recoge sobre su espalda mediante una simple coleta. De repente, justo mientras el tren empieza a frenar en la estación, apoya la cabeza lentamente, con una extraña ternura, sobre el hombro de su pareja. Una leve sonrisa asoma a sus labios y su rostro, mientras se acomoda sobre el cuerpo de él, transmite una inusual y perturbadora mezcla de afecto, abandono, sosiego y seguridad. Su pareja, un hombre corpulento, con el pelo negro y corto, que aparenta acabar de superar los cuarenta, nunca podrá ver lo que yo acabo de presenciar, solo sentirá cómo la cabeza de ella se apoya sobre su hombro, como tantas otras veces, incapaz de vislumbrar cómo para ella la complejidad del mundo, de la historia, de sus vidas, acaba de desaparecer durante una fracción de segundo. La felicidad es un acontecimiento, tan inesperado como efímero. Un instante. Y justo cuando piensas que todo deja de importar, que nada podrá ser ya igual, te das cuenta de que la vida continúa, de que es imposible aferrarte a un momento que ya no existe, que tan solo es ya un recuerdo, tal vez un desvarío más de la memoria. El tren se vuelve a poner en marcha, él la obliga a separarse de su cuerpo, rompe el espacio-tiempo, le comenta cualquier banalidad, ella ríe de manera forzada. Sólo le quedará el recuerdo. No estará segura de él.

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